viernes, 28 de mayo de 2010

Bulos y rulos

No había necesidad de madrugar, pero me encontraba a las ocho y media de la mañana en plena calle. Era sábado y hacía demasiado frío. Delante de mí, dos ancianas vestían con abrigos de piel. Me fijé en los pendientes de oro que colgaban de sus lóbulos algo caídos por el paso del tiempo y es que, nos guste o no, la gravedad afecta a todo. Las mujeres graznaban y se atropellaban con las palabras mientras yo vegetaba apoyado en un destartalado Opel Kadet esperando a que abrieran la peluquería. Miré a la puerta. En la parte superior, podía leerse con letras de neón “Unisex” y, si las cotorras se callaban un momento para coger aire, podía escucharse un sonido chispeante cuando parpadeaban. En la puerta, un cartel que marcaba el horario comercial. De nueve a cuatro de la tarde.
Ese día tenía boda y mi madre me obligó a cortarme las greñas, palabra con la que ella suele designar a todo pelo masculino que excede de los cinco centímetros. Sin embargo, no terminaba de entender qué hacían esas abuelas a unas horas tan tempranas. Estoy seguro de que algunas duermen vestidas y con los botines puestos para poder correr mejor la mañana siguiente para que les pongan los bigudís en la cabeza. Así, las personas mayores son seres con una doble cara. Por un lado, la de la arrugada abuelita que no se tiene en pie en el autobús y por otro, la de la monstruosa y veloz señora que corre a la peluquería para que no le quiten la vez y poder escoger qué revista del corazón leer. Por eso, siempre he pensado que no seré un buen anciano porque, en primer lugar, no me gusta sentarme en el autobús (me aburro una barbaridad) y mucho menos, esperar en la puerta de cualquier peluquería para que me peinen cuatro pelos y me cobren medio jornal.
Lo cierto es que ya eran casi las nueve y las dos lenguas viperinas se habían enzarzado en una conversación angustiosa sobre qué carrera “de futuro” deberían estudiar sus respectivos nietos. Da igual, al final crecerán y harán lo que les dé la gana – pensé. Como si hubiera hablado en voz alta, las mujeres me fulminaron con la mirada sumergida bajo esas gruesas lentes pero a los pocos segundos ya estaban susurrando algo de los extranjeros. Una decía que ya no daba nada a la parroquia porque sabía que todo lo que recaudaban era para gente de fuera. La otra se sentía tremendamente orgullosa afirmando que los negros no deberían tener los mismos derechos que los españoles. La conversación degeneró hasta tal punto que una de ellas decidió poner el broche de oro a la conversación con lo que yo he denominado citas célebres de viejas glorias: “Yo no soy racista, me limito a observar la realidad”. A la vejez, reuma, arrugas y rulos; ahora, también parece que a algunos se les suman otras patologías de fácil diagnóstico y para las que, sin embargo, no existe cura.

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